La gran mayoría de los médicos conoce y admira la figura de Joaquín Albarrán quien, con su genialidad, aportó brillantes descubrimientos a la especialidad de Urología.
El hijo ilustre de Sagua la Grande se tituló en 1878 deseando regresar a su patria pero, ante la brillantez de sus estudios y la insistencia de su padrino el doctor Fábregas decidió profundizar sus conocimientos en Alemania.
Con ese objetivo perfeccionó el francés, que ya conocía y estudió el alemán, que le era extraño. A los dos meses de práctica con un profesor germano se consideró en condiciones para viajar a Alemania.
Durante la escala en París se sintió seducido por la Ciudad Luz y decidió quedarse en Francia, nación que se convertiría en su segunda patria. En París, Albarrán ascendió a la cúspide del éxito profesional. Alcanzó los más altos honores científicos y sociales y, finalmente, designado por unanimidad por el claustro de la facultad de Medicina para que sucediera al doctor Félix Guyón como catedrático de «Enfermedades de las Vías Urinarias»
Como bacteriólogo distinguió la infección renal ascendente de la infección por vía hematógena, maravillosamente descritas en su tesis parisina «Etude eur le Rein des Urinaires» (1889). Su prestigio como bacteriólogo le valió formar parte de la misión francesa que visitó España con motivo de la epidemia de cólera que en el verano de 1895 asoló la región levantina.
La aplicación clínica de los conocimientos fisiológicos de Albarrán quedan evidenciados en su obra «Explorations des Donctions Renales» (1905).

Aunque nunca regresó a Cuba, en la mayor de las Antillas se sentían orgullosos de su obra y aún en vida le erigieron un monumento en Sagua la Grande, su ciudad natal.
La ascendente carrera de Albarrán se interrumpió por la tuberculosis, que le provocó la muerte el 17 de enero de 1912 en París. Por ironías de la vida, la misma dolencia que había escogido para la defensa de su tesis.