El de pie más temprano que nunca. Para pasar por el jardín de Luisa y arrancar esa rosa antes que otro niño lo hiciera era muy importante el sacrificio. La estaba velando desde el día anterior. Estaba hermosa. Mi vecina daba esa y otras cada 28 de octubre a los pioneros que, eufóricos, marchaban orgullosos a la escuela con la flor para Camilo.
Flor en mano y uniforme impecable llegaba al aula. Algún que otro compañero de clases no conseguía el tributo, pero la maestra estaba preparada para todo e iba pertrechada. Ella sabía cuán importante era Camilo para los niños.
El peregrinar al río Sagua era muy divertido. La inocencia hacía que el salir de la rutina fuera un motor impulsor. Pero antes de cada llegada nos recordaban quién fue Camilo, qué había hecho por Cuba. Nos contaban que desapareció en el mar con el sagüero Luciano Fariñas, y también que el pueblo se lanzó al mar a buscarlo desesperado.
En ese punto recordaba a mis abuelos que los tuvieron delante una vez. Él me dijo que fue impresionante: sombrero alón, sonrisa amplia, bondad extrema. El poema era verídico. Ella me dijo que inspiraba al pueblo una confianza única, y ni hablar de su carisma. También recordaba la historia de Marino de Isabela, que salió en su búsqueda frenético; y de un pueblo entero al tanto de una noticia, colgando de una esperanza.
La flor caía y confieso que muchas veces, con ella, una lágrima. Me atrevo a decir que la mayoría regresaba del río con la cabeza gacha. Concentrarse era difícil en las clases luego. En mi cabeza se aunaban las anécdotas, las preguntas, el imaginar cómo habría sido la historia de un hombre excepcional con otro final.
Me hubiera gustado conocerlo, me hubiera gustado que el río no se llevara su homenaje al mar. Pero esa tristeza marchaba cada noche. Como niña al fin recapitulaba con mi mamá, sobre la almohada, los acontecimientos del día. Pero una idea rondaba en mi mente para mi tranquilidad: Camilo está satisfecho, nos da por cada flor una sonrisa.