lunes, septiembre 16, 2024
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Máximo Gómez: a 186 noviembres sembrando flores

Siempre me causó curiosidad ese hombre tan delgado y pálido. Parecía un maestro. Imaginármelo montado a caballo, machete en mano, era un poco chocante.

Aprendí en mi acercamiento elemental de primaria a la historia de Cuba quién era Máximo Gómez, pero ya en la secundaria me identificaba su nombre y caí en cuenta de que los nombres son hombres y que hay hombres que hacen por muchos otros.

¿Por qué un extranjero vino a luchar por mi país? ¿Por qué descuidó a los suyos para pelear batallas ajenas? ¿Existen personas que hacen sin pedir a cambio en verdad?

Esta, y otras preguntas, vienen a la mente de el que se acerca a la vida del Generalísimo. Dominicano de nacimiento y cubano de corazón, con solo 16 años se unió al ejército. Con el cese de la anexión de Santo Domingo a España fue evacuado como parte de las fuerzas españolas y se embarcó a Cuba.

Cuando fue baja de ejército español se estableció en Bayamo en lo que parecía una vida sencilla y tranquila. Se dedicaba a las labores agrícolas, y al trabajo y la venta de maderas.

A solo seis días del comienzo del alzamiento de la Demajagua Gómez se insertó a la lucha, y ese memorable 4 de noviembre en Pino de Baire ejecutó la primera carga al machete. Ese procedimiento bélico con arma blanca empleado en su país natal, unido a la caballería, se instauraría como técnica de combate por excelencia donde alcanzar armamentos era costoso.

Ese día Gómez demostró su valía, su táctica ejemplar, su disciplina. Estos elementos, y su ejecución en la práctica, le otorgaron el título de Mayor General del Ejército Libertador cubano en la guerra del 68.

El exilio fue el resultado de una ardua labor en la contienda, pero en 1884 se incorporó de a lleno en las labores por la preparación de la Guerra del 95 junto a Maceo, Martí y muchos hombres valerosos que planeaban, una vez más, revertir la situación del país.

Ya en la Guerra Necesaria ganó la distinción de General en Jefe y ejecutó disimiles campañas invasoras y combates que lo perpetuaron como líder indiscutible. 235 combates y solo dos heridas hablan de la fortuna de este hombre para él y para quienes lo tuvieron de cerca.

La invasión norteamericana frustró su ímpetu. Rechazó la presidencia de la República. Se licenció y vivió los escasos tres años que le quedaron de vida en su modesto apartamento en La Habana. En las calles lo paraban, le cerraban el paso, le estrechaban la mano. Intentaba pasar desapercibido pero el pueblo sabía quién era y lo que había hecho por Cuba. Pero se fue en silencio, padeciendo una penosa enfermedad. La Habana estuvo de luto. Paró sus fiestas, detuvo su esplendor. Se escuchaban los cañonazos en memoria de un grande que se quiso hacer pequeño.

En 1995 Fidel visitó República Dominicana y llegó a Bani, allí expresó:  “(…) Máximo Gómez supo convertirse en hijo insigne y entrañable del pueblo cubano por derecho ganado en su lucha por la independencia de Cuba, a la que aportó su brazo y su machete, su genio militar, su coraje, un notable talento político y un profundo pensamiento revolucionario”. 

A 186 noviembres el Generalísimo sigue siendo una figura trascendental para la Historia de Cuba. No nació de esta tierra, pero a ella le dio todo sin pedir reconocimientos, sin pedir fortuna. A ese grande hay que acudir cuando se habla de próceres. Saquemos del silencio a quienes pasan sin pedir redobles y a su paso solo siembran flores.

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